sábado, 4 de junio de 2011

EL COCINERO, EL LADRÓN, SU MUJER Y SU AMANTE

«Siento una gran antipatía hacia el cine naturalista, hacia el
realismo, que creo que es una quimera que jamás se llegará
a obtener. Al tener una cámara en las manos, el mundo
cambia. Entonces, ¿por qué no coger el toro por los cuernos
y asegurar que lo que estás creando es un artificio?»
Peter Greenaway.

La venganza es un plato que se sirve frío: esta parece ser la premisa de una película rococó, en el sentido más francés del término, como “El cocinero, el ladrón, su mujer y su amante”. Donde la comida y el sexo son el macgufing de la historia. De una puesta en escena peculiarmente teatral, con un uso obvio del color en la fotografía, que se subraya hasta el paroxismo desde vestuario (las ropas de los personajes, diseños de Jean-Paul Gaultier, mudan la color según se hallan en una estancia u otra). “El cocinero, el ladrón, su mujer y su amante” resulta a la vez: cómica y obscena. Le vienen a la cabeza al espectador referentes como: “La grande bouffe” de Marco Ferreri, o “El discreto encanto de la burguesía” de Luis Buñuel, y otras pelis para las que “El cocinero, el ladrón, su mujer y su amante”, supongo, habrá sido referencia obligada: “Delicatessen” de Jean Perre-Jeunet y Marc Caro, y “Hannibal” de Ridley Scott, por ejemplo.

De hecho, centrándonos en su vertiente de comedia (negra, irónica, soéz, recargada, delirante, etc., cómo quierase clasificar), podría interpretarse como una crítica a la hedonista sociedad francesa por parte inglesa: los rectos ingleses con su sentido del humor inglés. Un filme sincrético, que concilia el placer por lo bello con lo puramente escatológico. Donde un estorsionador excéntrico, que gusta del refinamiento, sin paladar para apreciar las más exquisitas obras de arte, mantiene esclavizado a todo un restaurante, rodeado por sus violentos: el talento sometido por la incultura (algo tan actual para el Arte). Y un “chef”, a la vez celestino y “voyayer”, que se deleita con el adulterio entre una mujer maltratada y un librero vestido de marrón. Cualquier elemento de la peli contiene una fuerte carga simbólica: los furgones, uno de la carne y otro del pescado, el cuadro flamenco de Fran Hals (“The Banquet of the Officers of the St. George Milita Company”), que preside el comedor del restaurante, el niño castrati, que friega los platos, el libro sobre la revolución francesa, que atraganta al amante, el dinero sobre la mesa, un simple tenedor, una botella de vino, etc. Una cocina velazqueña, un sofisticado comedor rembraniano. El rojo de las pasiones, el verde de la naturaleza, el blanco de la pureza, el negro del horror… Todo puesto al servicio del más puro artificio, por el, posiblemente, más pedante de los demiurgos. El espectador, mayormente mundano: nada me creo, nada me sobrecoge, nada me da asco en esta obra, donde todo está demasiado exagerado. Y ¿acaso no es esa propia exageranción el quic de la película, que busca ir más allá de tabúes? Aunque a estas alturas de Historia pocas cosas nos sorprendan, dicho planteamiento puede parecer menos transgresor que en otras épocas.

Con una concepción pictórica del plano cinematográfico, Greenaway, recrea un grandilocuente escenario por el que ruedan virtuosos travellings laterales, siempre desde el punto de vista del espectador, dotando a la obra de un tono teatral, o mejor dicho, junto a la partitura de Michael Nyman, de un tono casi operístico (véase la escena en la que el malo pone al niño a cantar contra una claraboya y ésta queda enmarcada en el cuadro por las cortinillas del teatro a la italiana). Equilibradas simetrías, composiciones elegantes, vestidos de alta costura, luces espectaculares, podríamos decir que una búsqueda obsesiva de Greenaway por la expresión plástica de su obra (hasta los cuerpos desnudos de los amantes son acreedores del canon fisonómico de los modelos del siglo XVII). Y una puesta en escena del mal, encarnado por Albert Spica, que se hace el solo más de la mitad de los diálogos de la película. Donde se apela continuadamente al intelecto y al bagaje cultural del espectador mientras se le castigan los hígados.


(1989)
 
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